Esta semana os queremos presentar a un conejo de lo más gruñón, que sin embargo demostrará que tiene un buen corazón. El cuento habla de los prejuicios que tenemos y que a veces nos hacen dar de lado a gente de lo más interesante. Todo el mundo merece una segunda oportunidad, ¡también los conejos gruñones!

Esperamos de verdad que vosotros también le deis la oportunidad a este conejo con malas pulgas y leais su historia con la misma ilusión que nosotras pusimos en su creación.

El conejo gruñón

Nunca les había gustado aquel conejo azul: ¡era tan diferente a ellos! Es verdad que al principio, a todos les dio un poco de lástima. Y es que aquel conejo necesitaba un nuevo hogar porque un malvado cazador se había apoderado del bosque en el que vivía antes. Así que nadie tuvo valor para negarle alojamiento, aunque todos pensaban lo mismo: ¿qué pinta un conejo como él en un bosque como el nuestro?

Así que, aunque le dejaron vivir en su comunidad, nadie tuvo interés nunca en hacerse su amigo. Era un conejo como ellos, sí, pero no era uno de ellos. Para empezar aquel color extraño de su pelo, ¡eso saltaba a la vista! Pero había otras cosas, por ejemplo, el tamaño. Era mucho más gordo que todos ellos y también más alto y más fuerte. Luego estaba aquella voz extraña, aquel acento sonoro y cantarín tan molesto. ¡Y no digamos el ruido que hacía al comer! Era tan insoportable que pronto dejaron de invitarle a las comidas y a las celebraciones.

El conejo azul acabó acostumbrándose a ser el raro, el diferente, aunque eso supusiera estar siempre solo, día tras día. Con el tiempo olvidó lo que era compartir una buena zanahoria con otro conejo, hacer carreras entre los matorrales o competir por ver quién era el que daba los saltos más grandes. El conejo azul, de pasarse tanto tiempo solo, se volvió huraño, gruñón y egoísta. ¡Justo la excusa que necesitaban los otros para seguir quejándose de él!

– ¿Sabéis lo que me hizo el otro día? – exclamó furibunda una mamá coneja.

– ¿¿Qué??

– Venía yo con mis conejitos de buscar zanahorias silvestres. No habíamos encontrado ninguna y mis pequeños se morían de hambre. Y entonces nos cruzamos con el conejo azul. Traía una enorme cesta llena de suculentas zanahorias. Había muchísimas…así que le pedí que me diera algunas para mis conejitos. De muy malas formas me dijo que no y se dio la vuelta. Para qué querrá él tantas zanahorias…¡Sinvergüenza!

Hubo tantas quejas que finalmente, decidieron echarle. El conejo azul gritó y gruñó mientras les lanzaba cosas a la cabeza. Pero acabó marchándose con su vieja maleta.

– ¡Qué desagradecido! Después de todo lo que hemos hecho por él…

El conejo azul caminó durante horas. En el fondo, pensó, qué más daba marcharse lejos y vivir solo. ¡Estaba tan acostumbrado que no le importaba! Cuando el sol se ocultó, buscó un agujero donde pasar la noche. Durmió muy a gusto hasta que al amanecer un sonido muy agudo y desagradable le despertó.

– ¿Qué es este horrible ruido? – exclamó enfadado mientras salía de la madriguera.

– Ah, parece que has escuchado mi canto. ¿Te ha gustado?

– No, no me ha gustado nada, es horrible y encima me has despertado.

Al escuchar decir aquello, el pájaro comenzó a llorar:

– ¿Tú también piensas que canto mal? Lo mismo pasaba con mi familia y acabaron por echarme. Ahora estoy solo. Todo el día. Y no me gusta…

– Pues tendrás que aprender a estar solo. Mírame a mí. Yo también estoy solo y no necesito a nadie. Me gusta…

– ¿Te gusta? Pero si no hay nada más triste que no tener amigos. ¿No podríamos ser amigos nosotros?
El conejo azul miró a aquel pájaro como si estuviera loco. ¿Amigo él de aquel pájaro que no sabía cantar? ¡Ni de broma! Así que, sin despedirse, cogió su vieja maleta y siguió caminando. Pero el pájaro no estaba dispuesto a dejar escapar la oportunidad de tener un amigo.

– No te importa que te acompañe, ¿verdad? Es que no tengo a donde ir…

– No, te he dicho que me gusta estar solo. ¡Déjame en paz!

– Eso es lo que tú piensas, que te gusta estar solo, pero todo el mundo sabe que es mucho más divertido tener amigos…

Y siguió hablando y hablando y hablando mientras el conejo azul se enfadaba más y más y más.

– Tienes suerte de que no sea un animal carnívoro…si no…¡¡te ibas a enterar!! – pensó cada vez más enfadado.

Y así pasó el día. El conejo azul buscó un agujero donde dormir, con la esperanza de que cuando despertara, aquel pájaro tan pesado y hablador ya no estuviera ahí. Sin embargo, apenas había amanecido cuando el tono chillón del pájaro que no sabía cantar volvió a despertarle.

– ¿Otra vez? ¡¡¡ES QUE NO PUEDES DEJARME EN PAZ DE UNA VEZ!!!

Tanto gritó y tan enfadado parecía, que el pájaro, muy triste, decidió marcharse.

– Ya era hora, por fin podré caminar solo.

Cogió su vieja maleta y comenzó a andar. Pero al rato, el conejo azul se paró. ¿Acaso no había oído un aleteo sobre su cabeza? Miró al cielo pero ni una sola nube le saludó así que siguió caminando. Un rato después volvió a pararse. ¿Acaso no había escuchado el gorjeo desagradable del pájaro? Pero por más que trató de escuchar con atención no oyó más que el silbido del viento. Así que siguió caminando hasta que encontró un agujero donde pasar la noche.

Nadie cantó aquella mañana a primera hora. Pero el conejo azul estaba despierto: no había conseguido pegar ojo en toda la noche pensando en el pájaro. En dónde estaría. En qué estaría haciendo. En si estaría enfadado con él. En si le echaría de menos…

De pronto, el conejo azul se dio cuenta de que en realidad, quien le echaba de menos era él. Por muy molesto y charlatán que fuera aquel pajarraco, era el único animal que había querido ser su amigo en mucho tiempo.

– Pero qué tonto he sido – exclamó contrariado – ¿Cómo he podido echarle de mi lado?

Y sin pararse siquiera a recoger su vieja maleta, el conejo azul corrió y corrió en dirección contraria a la que había tomado. ¡Tenía que encontrarle! Al final del día lo vio. Estaba en el mismo árbol en el que lo había dejado, tan solo y triste como le había encontrado la primera vez.

– Tenías razón. – le gritó el conejo azul – no hay nada más triste que no tener amigos. ¿No podríamos ser amigos nosotros?

Seguro que podéis imaginaros la respuesta… El conejo azul y el pájaro que no sabía cantar se hicieron amigos y nunca, nunca más, volvieron a estar solos.

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