El título del cuento de esta semana nos lleva hasta un edificio donde todos los niños viven asustados pensando que una de las vecinas, la anciana del cuarto B, es una malvada bruja que come niños.

Sin embargo, gracias a la casualidad y a uno de los personajes del cuento, la Cuca, los niños descubrirán que dejarse llevar solo por las apariencias suele hacer que nos equivoquemos a la hora de juzgar a la gente. Este cuento habla además de las personas mayores, de los abuelos, que no siempre reciben la atención que merecen de las personas que más quieren.

¿Hace cuánto que no le dices a tus abuelos cuánto les quieres? A lo mejor después de leer este texto te entran muchas ganas de hacerlo. Ellos te lo agradecerán.

La anciana del cuarto B

A pesar de que casi nunca se dejaba ver, todos los niños del edificio le tenían un miedo atroz a la anciana del cuarto B. No hablaba con nadie, apenas salía de casa y decían los mayores del lugar que tenía tantos años como aquel viejo edificio, o quizá más. Siempre había estado ahí, con su cara llena de arrugas, sus ojos achinados enmarcados en unas gruesas gafas redondas, y un enorme y plateado moño que llevaba en lo alto de su pequeña cabeza. ¿Quién era aquella anciana silenciosa?

Los niños del edificio pensaban que debía ser una bruja:

Pero si es una bruja, ¿cómo es que no tiene gatos? – dudaban algunos.
Es verdad, todas las brujas de mis cuentos tienen gatos negros y narices afiladas…
– Pero eso son tonterías de los cuentos…seguro que en la vida real las brujas pueden tener muy diversos aspectos…

La única mujer que se relacionaba con la anciana del cuarto B era la Cuca, una soltera cincuentona que una vez a la semana entraba a la casa a hacer la limpieza y cocinar para la anciana lo que comería el resto de la semana.

– ¿No te da miedo entrar en su casa, Cuca? Mira que si es una bruja…
– ¡Qué bobadas decís! No es más que una tranquila abuelita sentada en su sillón que teje y teje sin parar.
– ¿Teje sin parar? Eso es muy extraño, Cuca, ¿y para quién teje?
– Pues dice que para sus nietos.
– Para sus nietos, ¿qué nietos? Si nadie viene a visitarla nunca

A los niños aquellos de los nietos le sonaba a chamusquina: ¿no sería que tenía encerrados a muchos niños y tejía ropa para ellos? Pero aquello tampoco tenía mucho sentido…

Un día la Cuca se encontró a la anciana del cuarto B muy enferma. Llamaron al médico, que afirmó que tendría que estar en cama al menos dos semanas y que debía estar vigilada para ver si empeoraba. Pronto se levantó un gran revuelo en el edificio:

– ¿Y ahora qué hacemos?
– ¿Quién se encargará de ella? Mira que yo no tengo tiempo…
– Pues que se encargue su familia…
– Pero si no tiene…

Uno a uno, todos los vecinos fueron poniendo excusas para no atender, ni siquiera un rato, a la anciana del cuarto B. Finalmente la Cuca, visiblemente enfadada, se ofreció a quedarse en su casa el tiempo que necesitara hasta que se pusiera de nuevo bien. Pero eso sí, con una condición.

Que todas las tardes los niños del edificio suban a merendar al cuarto B. Yo les prepararé la comida y así harán compañía a la vieja.

A los niños aquella idea les pareció terrible: entrar en casa de aquella bruja que encerraba niños. ¡Qué miedo! Pero la Cuca se puso tan seria que a los padres no les quedó otro remedio que aceptar el trato.

Aquella tarde acudieron todos muy asustados al cuarto B. Pero la casa no era tal y como la habían imaginado. Estaba limpia y muy ordenada, a pesar de estar llenísima de cosas. La Cuca les hizo pasar a la habitación. La anciana estaba despierta y cuando les vio entrar su cara se iluminó con una sonrisa. Era la primera vez que la veían sonreír.

Pero pasad, no os quedéis en la puerta – afirmó con una voz débil. – Me ha dicho la Cuca que vendréis a visitarme cada día. ¡Qué amables!

Los niños fueron entrando con timidez, y sentándose en la sillas que la Cuca había preparado para ellos. De repente, ya no tenían miedo. La anciana del cuarto B les dijo que se llamaba Jacinta, pero que cuando era joven, sus amigos habían empezado a llamarla Cinta, y Cinta se había quedado. Les contó que tenía muchos nietos, pero que nunca la visitaban, y que ella les echaba de menos.

Estuvieron hablando así toda la tarde, un día y otro día, hasta que la anciana se puso buena y ya no hizo falta que la cuidara la Cuca. Pero aunque el trato ya se había cumplido, los niños del edificio siguieron acudiendo a visitar a Cinta algunas tardes. Le daban conversación mientras ella tejía y tejía.

Y fue así como el siguiente invierno, todos los niños del edificio, lucieron las bufandas más coloridas y calentitas de todo el barrio.

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