Esta semana nuestro Cuento a la vista nos trae la historia de Tina, una niña muy especial con un pequeño gran problema: no sabe reír. Imaginad que algo os hace gracia y aún así no podéis reiros…¡Vaya situación más complicada!

Pero que sea un cuento sin risas, no es un cuento triste. Al contrario, esta historia pretende ser toda una lección de como con ingenio y una pequeña ayuda de nuestros amigos, podemos solucionar todos los problemas, incluso los más difíciles.

¿Queréis saber cómo solucionó Tina su pequeño gran problema?… ¡Descubridlo a continuación en este cuento!

La niña que no sabía reír

Siempre hay cosas que uno, por más que se empeñe, es incapaz de hacer. Julito el hijo de doña Leonor no podía guiñar el ojo. Trataba de hacerlo pero cerraba siempre los dos a la vez. Sonia, la hermana mayor de Santi, no conseguía aprender a hacer el pino. ¡Anda que no se había pegado tortazos intentando imitar a sus amigas! Malena, la frutera del barrio, no podía pronunciar la erre, y Matías, el abuelo de Jaime, no conseguía jamás acabar una frase.

Pero a nadie parecía importarle aquello. No guiñar un ojo, no poder hacer el pino, no pronunciar la erre o enmarañarse siempre en frases infinitas, eran cosas con las que uno podía vivir tranquilamente. Sin embargo, lo que Tina era incapaz de hacer preocupaba mucho a sus padres, porque Tina, no sabía reír.

La habían llevado a psicólogos, médicos, pedagogos y hasta curanderos pero nadie parecía saber porque Tina no podía reír. Su madre estaba preocupadísima:

– Pero Tina, hija mía, ¿es que acaso no eres feliz?

Pero aquello no tenía nada que ver con la felicidad. Tina no estaba triste, ni se sentía desgraciada, simplemente no sabía reír. Y eso, a pesar de que había muchas cosas en el vecindario que le hacían gracia:

1.- Ver al pobre Julito tratando de guiñarle un ojo con picardía,
2.- Hacer el pino al lado de Sonia y verla caer inevitablemente cuando intentaba imitarla.
3.- Escuchar a Malena decir: ¿entonces, quieres una gamita de gomero, un gepollo y un kilo de gábanos?
4.- Tratar de seguir las conversaciones absurdas del abuelo Matías.

Le hacían gracia, mucha, pero no se reía y entonces todos pensaban que era una niña aburrida, que nada le gustaba, que no era feliz. Y aquello sí que le ponía triste…

Hasta que un día, conoció a Miki. Como Julito, Malena, Sonia, Matías y ella misma, él tampoco era capaz de hacer algo. No podía hablar con la voz, aunque sí con las manos. Pero como nadie le entendía siempre llevaba una libreta consigo donde escribía lo que quería decir:

¿Por qué no dibujas tus risas y haces como yo, sacarlas cada vez que algo te parezca gracioso? – le escribió un día en su libreta.

A Tina aquella idea le pareció genial. Llegó corriendo a casa y cogió todos los rotuladores que tenía. Pintó una risita nerviosa. Pitó una carcajada tronchante. Pintó una sonrisa amable. Pintó una risotada gamberra y así hasta doce dibujos distintos que describían cada uno de los momentos de risa que Tina sentía, aunque no pudiera expresar.

Aquella misma tarde salió a contárselo a Julito, quien, entusiasmado con la idea, trató de guiñarle un ojo. Al verle hacer aquellas muecas, Tina sacó su dibujo de risa cómplice.

Luego se encontró con el Abuelo Matías, y juntos se rieron con el dibujo de la risa contagiosa.

A Malena, sin embargo, no le gustó la sonrisa pícara de Tina, y Sonia se enfadó al ver su tarjeta de muerta de la risa.

Me temo que más de una vez, hay que aguantarse la risa – pensó Tina.

Pero reírse por dentro no era un problema para ella. Llevaba años haciéndolo…

 

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